sábado, 28 de abril de 2012

La historiadora Laura Campos desmiente mitos sobre la Iglesia y la Guerra Cristera


No hubo mártires, hubo huestes fanatizadas, indica en libro.

Juan Carlos G. Partida/La Jornada.

En el libro 100 Mitos de la Historia de México recién publicado por Santillana, la historiadora tapatía Laura Campos Jiménez desvela en un ensayo la falsedad de la Iglesia católica al señalar que el clero nunca combatió con las armas en la mano durante la Guerra Cristera, demostrando que los “mártires” hoy canonizados y para quienes se construye un santuario y el ayuntamiento de Tlaquepaque plantea una inversión multimillonaria en vialidades para dar acceso a sus feligreses, formaron parte de las huestes fanatizadas que asesinaron a cientos de personas al grito de “viva Cristo rey”.

El libro es una recopilación de estos mitos hecha por el también historiador Francisco Martín Moreno y en el tema de los cristeros Laura Campos señala que la jerarquía eclesiástica de la época –apoyada en las encíclicas del papa Pío XI y en la enseñanza moral de los doctores de la Iglesia institucional– no sólo justificó teológicamente la lucha armada, sino que la apoyó y la bendijo, sin medir las consecuencias sociales, políticas y económicas que acompañaron a la revuelta.

El propio papa Pío XI, en vísperas del alzamiento cristero, se pronunció sin rodeos a favor de los sediciosos. El 18 de noviembre de 1926 publicó la encíclica Iniquis Afflictisque, en la que bendijo a los jerarcas católicos y al clero “deseoso de sufrir duras pruebas”.

José María González y Valencia, arzobispo de Durango y presidente de la comisión de obispos mexicanos en Roma durante el conflicto cristero, dio a conocer a sus fieles las palabras aprobatorias de Pío XI respecto del levantamiento armado: “Qué consuelo tan grande inundó nuestro corazón de prelado al oír con nuestros propios oídos las palabras del jefe supremo de la Iglesia (…) le hemos mirado conmoverse al oír la historia de nuestra lucha (…) aprobar vuestros actos y admirar todos vuestros heroísmos (…). Él, pues, el sumo pontífice, os anima a todos, sacerdotes y fieles, a perseverar en vuestra actitud firme y resuelta. Os anima a no temer a nada ni a nadie, y sí sólo temer el hacer traición a vuestra conciencia”.

Fue justo la publicación de las encíclicas pontificias de Pío XI y las cartas pastorales del episcopado mexicano lo que motivó a muchos sacerdotes católicos a incitar a sus feligreses a la rebeldía armada, desde el púlpito, los confesionarios y la promesa de indulgencias a quienes se diera de alta en el “ejército libertador”, los futuros “santos mártires”.

El ensayo recuerda que como sucedió en las cruzadas, en la persecución de disidentes (judíos, protestantes, cátaros), en la violencia de la Inquisición, en la hoguera para los herejes, los preceptos bíblicos de “No matarás” o “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” estuvieron ausentes en los discursos y sermones de los dignatarios religiosos durante la rebelión cristera.

En su escrito, Campos señala que en el libro Cristiada, crímenes de fe, de Salvador Fausto Crotte, hay un testimonio sobre el asesinato en 1935 de la maestra rural María R. Murillo, en Huiscolco, Zacatecas, apenas uno de los al menos 200 crímenes documentados de mentores “herejes”. Hoy la primaria de ese lugar lleva el nombre de la profesora asesinada.

Hubo sacerdotes que empuñaron y capitanearon a la prole fanatizada desde El Vaticano. Entre ellos sobresale José Reyes Vega el “Pancho Villa de sotana”, famoso por su impulsividad y su gusto por las mujeres. Fue cura de Arandas y luego general cristero.

Él, junto a Miguel Gómez Loza y otros sacerdotes, participó en el asalto al tren de La Barca, el 19 de abril de 1927, donde murieron cientos de pasajeros a balazos, pasados por arma blanca o carbonizados. Es conocida la anécdota de que Reyes Vega cuando mataba a prisioneros “con una mano daba la absolución in articulo mortis a los heridos y con la otra y su propia pistola, asestaba el tiro de gracia”.

Otros participantes en el asalto al tren fueron los sacerdotes Aristeo Pedroza y Jesús Angulo. Al primero, entre muchos crímenes, se le atribuye la muerte de uno de los más destacados miembros del ejército cristero, Victoriano Ramírez El Catorce, a quien el cura y general mandó ejecutar “para introducir entre la tropa una absoluta seriedad y disciplina que eran rotas por las actitudes rebeldes de dicho personaje”. Ángulo luego fue nombrado obispo en Villahermosa, Tabasco, al término de la guerra.

La autoría intelectual del atentado al tren es atribuida al arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez. También participó quien luego sería arzobispo de México, Miguel Darío Miranda. La lista incuye a otros sacerdotes como Gabriel González, Enrique Morfín Carranza, José Espinosa, Clemente García, Miguel Guízar Morfin, José María Martínez. Miguel Pérez Aldape, Enrique Ochoa, Leopoldo Gálvez, Francisco Carranza, Jesús Anguiano, entre otros.

Hasta el primer cardenal mexicano, José Garibi Rivera –a quien apodaban Pepe Dinamita–, ha sido relacionado con el asalto al tren y el movimiento en general, bajo el seudónimo de Mariano Reyes, nombres cambiados que muchos personajes de la curia usaban para no comprometerse.

La guerra, para cuyos “santos” hoy se erige un multimillonario templo en Tlaquepaque y que según el alcalde de ese municipio, Miguel Castro, tendrá una inversión cercana a los 200 millones de pesos para vialidades “aportadas por desarrolladores inmobiliarios”, costó al menos 70 mil vidas de mexicanos y el desplazamiento de unas 200 mil personas.

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